La luna nueva dora el campo y un coro de grillos marca la respiración en este trance hipnótico de Lindaura.
—A Madre le hubiese encantado estar aquí —piensa orgullosa.
Recostada en la reposera, se descalza. Relajada, ve la entrada al campo y cierra los ojos, queriendo perpetuar su tranquilidad.
***
Dos horas antes Lindaura y su padre estuvieron en la cocina. Padre encendió un velón y, apoyándolo en la mesa, esparció una capa de luz sobre el mantel. Luego colocó tres platos y acomodó los cubiertos. Lindaura sirvió comida solo para dos. Tomaron asiento y agarraron los cubiertos, disponiéndose a cenar.
Charlaron de reparar el gallinero, las deudas con el arrendador y de juntar las primeras naranjas del árbol, aunque debían cerciorar la madurez en las mismas. Padre preguntó qué noticias nuevas había escuchado y Lindaura contó lo leído esa mañana en el diario: una invasión de grillos en los campos rayanos, un asesinato sin resolver en el pueblo y algunos chismes sin importancia. Al menos esta noche no hablarían de Madre, difunta hace más de un mes.
Padre terminó la cena y marchó a su habitación. Lindaura lavó los platos y fue a sentarse en la entrada de casa. Los minutos pasaron.
***
Una hora antes, el camino de tierra era iluminado por la luna nueva. El viento sacudía fuertemente las copas de los árboles. Aún así, Lindaura decidió ir hasta los naranjeros y probar una fruta. Cogió un cuchillo y avanzó confiada. Entonces una nube pasajero bloqueó la luz. Las sombras se agigantaron y danzaron intentando ahuyentarla. Lindaura miró atrás, divisando el rancho en la lejanía y la habitación de Padre, todavía iluminada.
Siguió el camino, hasta acercarse al árbol más grande. Luego de arrancar y pelar una fruta, guardó el cuchillo. Aun manchándose el vestido, comía la naranja, encandilada por el sabor agridulce. Una exquisitez. Al lamerse los dedos, un ruido la interrumpió. ¿Quizás una gallina escapada del corral?. Miraba el pasto, entre los árboles. No vio nada. El miedo la invadió. Se creyó observada por las rocas del camino, por las ramas caídas y también por los espantapájaros del sembradío. Sospechaba de todo. Volteó hacia el rancho y ahora la ventana de Padre estaba oscura.
Asustada, marchó enérgicamente a casa. Pero un espantapájaros la sorprendió al tomar forma humana. Su voz raspaba y sus pelos se desordenaban; unos trapos apestando a cebolla podrida lo cubrían.
—Tranquila, tranquila, no le voy a hacer nada —interpeló el intruso, levantando las manos y mostrando sus palmas vacías —. Soy un linyera y buscaba comida. Vi el campo, entré, comí frutas… No quiero lastimar a nadie señorita. —sonrío levemente y bajó los brazos.
Lindaura permaneció absorta en su lugar y lo miró atentamente; tan atentamente que luego sería recompensada. Lo invitó a dormir en la puerta del rancho —Lo mejor que podía ofrecer— y caminaron juntos hacia la casa de Padre.
***
Diez minutos antes, en la cocina de ellos.
—¡No papá! ¡No lo lastimes! —Gritó Lindaura al interponerse entre su padre y el intruso.
—¡Corréte Lindaura, cuidado, es peligroso! —Interpeló Padre, apartando a su hija con un brazo y agitando el martillo en la derecha, atemorizando al intruso.
El linyera anticipó el martillazo. Padre se abalanzó hacia él y lucharon. Al caerse ambos, en los tablones de la cocina se arrastraron; golpeándose duro y rompiéndose hasta las ropas. Era un combate parejo, pero Lindaura sacó el cuchillo guardado en su vestido y se lo clavó al intruso. Justo en la axila; al corazón, oyéndose un último grito ahogado. Lindaura escupió el piso.
Padre, cubierto de sangre, se sacó el cadáver de encima. Se incorporó y preguntó si es lo que él creía.
—Si —respondió Lindaura —. Lo reconocí del diario, este es el asesino buscado. Aunque pagaban más si estaba vivo. Ahora la recompensa sería de cincuenta mil pesos nomás.
—Bueno, está bien. Nos alcanzaría para pagar la deuda y quizás arreglar el corral completo —Padre pateó el cadáver, asegurándose su muerte —. Cuando salga el Sol lo llevaremos hija… Me voy a lavar.
—Está bien Pa. Andá tranquilo. En un rato voy yo también. —Contestó Lindaura.
Padre se marchó y Lindaura se quedó contemplando el cultivo desde la puerta del rancho. El viento sopló, bamboleando su vestido. Se sentó en la reposera y miró al cielo, ahora despejado. Minutos luego, su corazón latía más calmo.