Animal insólito

En esta ciudad de colectivos bufando y autos desmadrados, veo un animal insólito. Un salvaje corriendo a los chapazos; corriendo entre cascotes, desniveles y el humo de neumáticos que está por todos lados.

—Pará un poco loco, ¡Pará!  —Te grito desde el auto, riéndome de la circunstancia, cómo si por casualidad fueses a darme bola. Andá a saber hace cuántos kilómetros estás corriendo así.

Avanzo con el Duna un par de metros más y el semáforo se pone en rojo. Freno. Frenamos. Te veo detenerte al lado mío y trotar en el lugar, dando una vuelta por la vereda, esperás que la luz se haga verde. Escupís a un costado. Te gotea el sudor. Te rascas una oreja. Un animal insólito.

Entonces recuerdo haberte gritado unos cincuenta metros más atrás. Espero que no te calientes —que no me quieras cagar a piñas—. No sé si hago bien en mirarte, pero igual te miro. Y justito giras tu rostro hacia mí, hacemos contacto visual. Estás sonriendo. Los animales pueden ser curiosos, violentos o huir de las personas. Pero vos no; vos sonreís y me estás saludando.

—¡Gracias! —Sonreís mostrando los dientes y levantando la mano.

—Para un poco, loco, jaja. ¿Cuánto más querés correr chabón? —Te digo ahora, en forma de chiste y aliviado de no haberme comido una trompada.

El semáforo se pone en verde y voy acelerando un poco; vos también acelerás, aunque el Fiat Duna me va despegando de vos. Te toco bocina, despidiéndome  y cada vez pareces más chiquito en el espejo retrovisor.

Me saludas una vez más y me sorprendo de que seas un chabón tan copado.

—Ojalá yo también pudiese ser así y correr tanto, se veía tan feliz… Ojalá yo también fuera un loco de esos que corren.

Una noche en el pueblo fantasma

El sol caía despacio. Yo también me movía despacio. Después de horas de viajar haciendo dedo, había llegado al pueblo fantasma.

Crucé un alambrado y atravesé las primeras ruinas. Hallé lo esperado: casas derrumbadas, suciedad y maleza, la cual había ganado terreno en todos lados. Conociendo el lugar, deambulé en las calles de arena. Mis tobillos se hundían hasta el hartazgo y entonces fui a un terreno más firme. Seguí avanzando entre los escombros hasta llegar al lago. Mojé los pies en la orilla. Luego, me senté hasta mojar la cadera. Quieto… me mantuve quieto. No podía hablar ni conmigo mismo. La soledad me desconcertaba. Una lágrima intentó escapar, aunque se detuvo ante la sombra del gigante: un nubarrón tapando el sol. Dentro de horas mi tristeza sería compañera de la noche; de la tormenta y de las ratas.

Volví hacia la carpa, la cual, montada bajo el techo de una casa aún en pie, podría salvarme. En mis hombros asomábanse los relámpagos. Me apresuré. Entré al refugio, tomé un último trago de agua e intenté dormir. Cerré los ojos hasta oír los disparos. El grito. La carpa despegaba del suelo y me arrojé hacia una esquina evitando la voladura. Un rugido se prolongó en el ambiente. La lluvia se había desatado fuerte y los vientos invadían la casa. Apoyé un bolso pesado en el otro extremo de la carpa; ya no volvería a volarse. Durante el resto de la noche no miré afuera ni abrí el cierre, solo pude oír el mar cayendo a pedazos. En tanto, mientras más relámpagos y silbidos; más disparos y gritos.

La noche pasó.

Cuando desperté era un día calmo. Solo se oía el chillido de las ratas. Bajé el cierre y salí de la carpa. Miré por el hueco de la pared donde (antes) debió haber una ventana. El pueblo se veía en partes mojado y en partes seco. Me sentí más tranquilo porque seguía deshabitado, completamente deshabitado.

El solitario

Normalmente corro solo. Temprano. Me despierto, voy al baño y tardo un tiempo. Un trago de agua; me pongo la ropa. Salgo a correr.
Desde hace meses corro solo. Antes iba con mi equipo, luego me abrí. Ahora corro solo y rara vez con alguien: una vez mi hermano; otra vez un amigo del equipo; más reciente, un muchacho de otro equipo.
Pero siempre corro solo, aún sabiendo que es mejor estar acompañado. Ello sucede. Siempre encuentro gente corriendo cerca mío. Chicos, chicas, hombres; o serán padres, hermanos, primas. Vaya a saberse. Pocos toleran mi ritmo, lo noto en su respiración. Desapareciendo sin dejar rastro. Una vez corría solo hasta que tres ciclistas fueron conmigo más de un kilómetro. Me gustó. Pero las personas (las personas a pie) solo me siguen unos metros y luego desaparecen.
Entonces, antes y después de entrenar, corro solo.
Me gusta la independencia. Mi tiempo; mi ritmo; mi entrenamiento. Independencia y total libertad… A la hora de tomar decisiones, me gusta mucho. Cuando me di cuenta, estaba corriendo solo. Entonces reaccioné y entendí que desde hace meses quería compañía.

Minutos luego

La luna nueva dora el campo y un coro de grillos marca la respiración en este trance hipnótico de Lindaura.
—A Madre le hubiese encantado estar aquí —piensa orgullosa.
Recostada en la reposera, se descalza. Relajada, ve la entrada al campo y cierra los ojos, queriendo perpetuar su tranquilidad.

 

***

 

Dos horas antes Lindaura y su padre estuvieron en la cocina. Padre encendió un velón y, apoyándolo en la mesa, esparció una capa de luz sobre el mantel. Luego colocó tres platos y acomodó los cubiertos. Lindaura sirvió comida solo para dos. Tomaron asiento y agarraron los cubiertos, disponiéndose a cenar.

Charlaron de reparar el gallinero, las deudas con el arrendador y de juntar las primeras naranjas del árbol, aunque debían cerciorar la madurez en las mismas. Padre preguntó qué noticias nuevas había escuchado y Lindaura contó lo leído esa mañana en el diario: una invasión de grillos en los campos rayanos, un asesinato sin resolver en el pueblo y algunos chismes sin importancia. Al menos esta noche no hablarían de Madre, difunta hace más de un mes.
Padre terminó la cena y marchó a su habitación. Lindaura lavó los platos y fue a sentarse en la entrada de casa. Los minutos pasaron.

 

***

 

Una hora antes, el camino de tierra era iluminado por la luna nueva. El viento sacudía fuertemente las copas de los árboles. Aún así, Lindaura decidió ir hasta los naranjeros y probar una fruta. Cogió un cuchillo y avanzó confiada.  Entonces una nube pasajero bloqueó la luz. Las sombras se agigantaron y danzaron intentando ahuyentarla. Lindaura miró atrás, divisando el rancho en la lejanía y la habitación de Padre, todavía iluminada.

Siguió el camino, hasta acercarse al árbol más grande. Luego de arrancar y pelar una fruta, guardó el cuchillo. Aun manchándose el vestido, comía la naranja, encandilada por el sabor agridulce. Una exquisitez. Al lamerse los dedos, un ruido la interrumpió. ¿Quizás una gallina escapada del corral?. Miraba el pasto, entre los árboles. No vio nada. El miedo la invadió. Se creyó observada por las rocas del camino, por las ramas caídas y también por los espantapájaros del sembradío. Sospechaba de todo. Volteó hacia el rancho y ahora la ventana de Padre estaba oscura.
Asustada, marchó enérgicamente a casa. Pero un espantapájaros la sorprendió al tomar forma humana. Su voz raspaba y sus pelos se desordenaban; unos trapos apestando a cebolla podrida lo cubrían.
—Tranquila, tranquila, no le voy a hacer nada —interpeló el intruso, levantando las manos y mostrando sus palmas vacías —. Soy un linyera y buscaba comida. Vi el campo, entré, comí frutas… No quiero lastimar a nadie señorita. —sonrío levemente y bajó los brazos.
Lindaura permaneció absorta en su lugar y lo miró atentamente; tan atentamente que luego sería recompensada. Lo invitó a dormir en la puerta del rancho —Lo mejor que podía ofrecer— y caminaron juntos hacia la casa de Padre.

 

***

 

Diez minutos antes, en la cocina de ellos.
—¡No papá! ¡No lo lastimes! —Gritó Lindaura al interponerse entre su padre y el intruso.
—¡Corréte Lindaura, cuidado, es peligroso! —Interpeló Padre, apartando a su hija con un brazo y agitando el martillo en la derecha, atemorizando al intruso.
El linyera anticipó el martillazo. Padre se abalanzó hacia él y lucharon. Al caerse ambos, en los tablones de la cocina se arrastraron; golpeándose duro y rompiéndose hasta las ropas. Era un combate parejo, pero Lindaura sacó el cuchillo guardado en su vestido y se lo clavó al intruso. Justo en la axila; al corazón, oyéndose un último grito ahogado. Lindaura escupió el piso.

Padre, cubierto de sangre, se sacó el cadáver de encima. Se incorporó y preguntó si es lo que él creía.
—Si —respondió Lindaura —. Lo reconocí del diario, este es el asesino buscado. Aunque pagaban más si estaba vivo. Ahora la recompensa sería de cincuenta mil pesos nomás.
—Bueno, está bien. Nos alcanzaría para pagar la deuda y quizás arreglar el corral completo —Padre pateó el cadáver, asegurándose su muerte —. Cuando salga el Sol lo llevaremos hija… Me voy a lavar.
—Está bien Pa. Andá tranquilo. En un rato voy yo también. —Contestó Lindaura.
Padre se marchó y Lindaura se quedó contemplando el cultivo desde la puerta del rancho. El viento sopló, bamboleando su vestido. Se sentó en la reposera y miró al cielo, ahora despejado. Minutos luego, su corazón latía más calmo.

Choro o «Antítesis del delincuente perfecto»

En Buenos Aires, una casilla es hogar de madre e hijo. El sol alumbra a través de una ventana recompuesta: vidrios rotos y pedazos de cartón encintados, decorados con stickers de fútbol.
La madre hace lugar en la mesa. Trae la pava. Sirve té a su hijo y se sienta. Prende la tele y va cambiando canal hasta llegar al noticiero. Le pone yerba al mate y empieza a tomar. Cada dos o tres cebadas agrega azúcar al mate, interrumpiendo la observación de la televisión. En cuanto al chico, hace minutos llegó de clases. No se lavó las manos, —Mamá no se va a dar cuenta— acertaría al pensar. Ocupando su asiento en la mesa con el guardapolvos puesto, tira la mochila a un costado.
Paralelo al vozarrón del locutor se estremece una bolsa plástica: El chico manotea una galletita y la hunde en el té. Juega. El hambre queda en segundo plano. La sumerge una vez; dos veces. Los bordes crocantes se tiñen de marrón oscuro y lentamente se ablandan, despedazándose. Revuelve, junta los restos con una cuchara y se los lleva a la boca. En un movimiento torpe vuelca líquido. Limpia deprisa y se felicita a sí mismo porque Mamá no lo notó.
De su mochila saca el cuadernito y unos útiles. Los apoya en la mesa, diciendo que la seño lo felicitó por el cuento escrito durante vacaciones. La madre afirma mientras mira el aparato; tirando agua al mate, vuelve a decir si al nene. Toma el control remoto y va subiendo el volumen.
—…fue hallado en una bañera sin vida. —dice la televisión.
El chico entiende por finalizada la charla. Abre el cuaderno decidido a colorear su dibujo de hoy: un dragón. Pinta unas llamaradas al rojo vivo. Imagina que podría suceder si los dragones escupidores de fuego existiesen. Mirando el techo y las paredes de madera, se pregunta si el fuego podría atravesar los agujeritos de las chapas; si las paredes de madera aguantarían lo suficiente hasta poder escapar.
Le da un sorbo al té y agarra otra galletita. Hace crac crac con la boca, imitando los temibles mordiscos del dragón.
—¡Pará che! ¡No puedo escuchar el noticiero! —Su madre eleva la voz.
Él traga la galletita y mira la tele. Quiere entender qué es tan importante.
—…habría rebotado en el cráneo… —hablaba un hombre de traje en la pantalla.
—Mamá, ¿Qué es un cráneo? —pregunta el nene.
—El hueso que tenemos en la cabeza— responde la madre, —¿No te enseñan esas cosas las maestras? ¿No trabajan en la escuela o qué? Para tomar mate que se queden en sus casas, ja. —figurándose.
El chico finge una risita imitando a la madre. No entiende aún la noticia. Oye algunas palabras difíciles: coima, pericias y caja fuerte. Se aburre.
Toma lápices de color y sigue con el dragón. Ataca el papel con trazos sólidos. Pinta escamas y bastante vapor saliendo por la nariz. Listo, tarea terminada. Cuaderno en mano, piensa mostrar su obra de arte a la madre. Ella está concentrada. Él duda. Apoya el cuaderno en la mesa desechando la idea: no quiere molestar.

Justicia ciega

El sol acariciaba las manos de Felipe y Miguel. Desde su asiento, Felipe miró con pupilas vacías por la ventanilla. Los minutos pasaban y pensaba en lo que comería esa noche. Quizás bajaría en Crovara y lleváse unos sandwuchitos de bondiola para comer en familia. Unos metros más adelante, Miguel, de pie, se moría de sueño. Las rodillas quebrándose en cada bache lo castigaban lindo. Se colgó del travesaño y apoyó el traste un poco mejor en el apoyabrazos para la gente con silla de ruedas. Al menos no caería al piso en la próxima rajadura del asfalto.
El seis treinta seguía transitando San Alberto y nadie, incluso el chofer, pensaba más que en llegar a su destino. Así los tantos, el resto de los pasajeros dormía o leía o usaba el celular. O charlaba con un amigo o escuchaba cumbia.
En una parada, cerca de las vías de General Villegas, se detuvo el colectivo. Bajaron unos, los salvados, y subió un grupo de gente inquieta: un par de viejos; un pibe; una negra con un bebé pidiendo asiento; y un policía saludando, de Cayetano.
Se acercó una vieja gorda a Miguel y lo miró pidiendo un lugarcito. Éste movió el bolso con el pie e hizo lugar para la recién llegada. La gorda agradeció la hospitalidad y se apretujó entre el mamparo y la cartera como un matambre, uno a punto de ser horneado. Miguel, a cara de perro, gruñó:
—Por nada.
Allá atrás, Felipe se saboreaba las encías y ahora le gustaba más el panorama. Felipe querido. Se saboreaba casi contando los billetes en el aire y también con el juguete nuevo en la mano. Arremangándose, mostró a mamá y a papá en tintas negras. Le tiró un guiño decidido a Miguel.
Y fue así como empezó una tarde de laburo en el conurbano bonaerense.

Ajuste de cuentas

Ambos ocupan sillas enfrentadas entre sí, con un vergel de distancia por medio. El aire que uno de los dos impone, insta al otro a achicar pupilas y tensionar su espalda en déficit; erran la claridad y el motivo, sobre cómo desentenderse de tan penosa situación.

Los libros no pueden explicar el por qué, porque el dominante se abstiene de compartir la calma y, despreocupadamente, lo va a torturar por siglos.

Hipoteca

El cuerpo se desarticulaba. Los cartílagos del cuello se licuaron y ya no toleraban el peso del cráneo. Entre cerrados los ojos, de a ratos chusmeaban el mundo exterior.
Veía el invierno cerca, queriéndolo abrazar. Se arropó bien o al menos, lo mejor que pudo: Bufanda al cuello, un gorro de lana en las pelotas. Metió los guantes en las botamangas del pantalón… Usó un pullover grueso para el tronco.
Pero no daba a basto. La carne continuaba enfriándose y la angustia terminó por cansarlo. Si. Estaba completamente vencido.
Así fue como las palabras lo ahogaron en ese nevado sueño; palabras sordas como «el peso del costo», «tarifas»… Un castigo inentendible.